Saliendo del portal, a mano derecha, hay un pequeño parque. Si es temprano aún se pueden ver algunos niños corriendo, desquiciando un poco a sus padres y, en algunos casos, haciéndoles sonreir. Cuando pasan las ocho en el reloj se reúnen grupos de chavales de unos dieciocho años con sus voces, sus cigarros mal fumados y su ropa interior exterior.
Pero lo mejor es pasar sobre las tres de la tarde. En un mismo día puedes ver a varios trabajadores durmiendo la siesta sobre sacos, alguien dando de comer pan a las palomas, un trajeado con un portátil y una pareja mirándose de tal modo que no hace falta que digan nada porque sus miradas las puede escuchar cualquiera que pase a su lado.
Como digo, el parque es pequeño, pero tiene vida. Parece ser que a la gente le gusta, le atrae. Me gusta pensar que a sólo unos pasos hay un sitio en el que la gente se siente bien, sin más, sólo por estar allí, aquí. En ocasiones los sitios más sencillos son los más apreciados. Unos cuantos árboles, algo de recogimiento, poco más.